Un viejo predicador estaba muriendo. Envió un mensaje a su banquero y a su abogado, ambos miembros de la iglesia, para llegar a su casa.
Cuando llegaron, fueron conducidos hasta su dormitorio. Al entrar en la habitación, el predicador les tendió las manos y les indicó que se sentaran uno a cada lado de la cama. El predicador sostuvo sus manos, suspiró con satisfacción, sonrió y miró al techo. Durante un tiempo, nadie dijo nada. Ambos, el banquero y un abogado se sintieron muy halagados de que el predicador les pidiera estar con él durante sus últimos momentos. Pero ellos también estaban desconcertados, y el predicador nunca les había dado ningun indicio de que particularmente le agradará alguno de ellos. Ambos se acordaron de sus muchos sermones largos, incómodos acerca de la avaricia, la codicia y la mala conducta que les hizo retorcerse en sus asientos muchas veces.
Por último, el banquero dijo: "Pastor, ¿por qué nos piden venir?"
El viejo predicador reunió toda su fuerza y luego dijo débilmente: "Jesús murió entre dos ladrones, y así es como me quiero ir yo."